lunes, 9 de marzo de 2015

Kadula; un día en el lugar más pobre del mundo

No hay otro país con mayores carencias que las de Sudán del Sur. De sus ocho millones de habitantes, la mitad son refugiados o desplazados. En Kadula viven 1.500 personas que confían su existencia en el funcionamiento de un pozo.

Los buitres merodean el campamento de Kadula. (G. ARALUCE)


Cuando el fotoperiodista Kevin Carter tomó la imagen de un niño desnutrido, al borde de la muerte y acechado por un buitre, Sudán del Sur atravesaba una de las peores hambrunas que ha conocido el hombre en los últimos siglos. Los más débiles –siempre niños, mujeres y gente mayor–, se recogían en sus propios huesos para esperar la inevitable visita de la muerte. Carter conmocionó al mundo con una instantánea que reflejaba el sufrimiento de millones de personas. Han pasado 21 años desde entonces y la situación actual no ha cambiado demasiado.

Amanece en Kadula. Helena Kual, de 32 años, se frota los ojos y mira a su alrededor. El interior de su vivienda, una chabola construida con plásticos y escombros, todavía permanece en una suave penumbra. En el suelo se distinguen ocho bultos: son sus hijos, semidesnudos, con las costillas silueteadas en el torso. Avisa al mayor de ellos y éste, a los demás. Los muchachos, sin mediar palabra, recogen unos maltrechos bidones de plástico y enfilan el camino que les conduce hasta el pozo que abastece a este campo de refugiados, ubicado en la región de Lakes y en el que viven alrededor de 1.500 personas.

Sudán del Sur es el país más pobre del mundo: el 90% de su población vive con menos de un dólar al día y la esperanza media de vida es de 55 años, según estadísticas de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Su economía se sustenta en los yacimientos de petróleo que, a su vez, son objeto de disputa de las multinacionales o de los señores de la guerra. Además, el país atraviesa un conflicto civil en el que Salva Kiir y Riek Machar, presidente del Gobierno y líder de la oposición, luchan por el poder. Para muchos, alcanzar un día más con vida supone toda una demostración de fuerza.

Pero los habitantes de Kadula se encomiendan a una fragilidad todavía mayor. En su entorno, hostil, apenas hay vegetación. Si la guerra avanza hasta su territorio, no tendrán donde refugiarse. Tampoco hay qué plantar o animales a los que cuidar. Su única fuente de ingresos proviene de la explotación de un carbón rudimentario que elaboran durante semanas y malvenden en la próxima localidad de Yirol.

Los habitantes de Kadula sobreviven gracias a la venta de un carbón rudimentario que preparan con sus propias manos. (G. ARALUCE)



Extraños en su propia tierra
Los vecinos de Kadula no tienen ni tierra, ni identidad. Son exiliados en su propio país. Sursudaneses que, durante la guerra que se prolongó durante medio siglo con sus vecinos del norte, huyeron a Jartum. Durante décadas fueron asentándose en la capital de Sudán: la mayoría vivía en condiciones lamentables, pero al menos lo hacían en paz; otros, los menos, abrieron algún negocio y prosperaron económicamente.

Cuando Sudán del Sur alcanzó la independencia en 2011, el Gobierno de Jartum expulsó a los sursudaneses de su territorio. Estos malvendieron sus posesiones en previsión del largo viaje que, a pie, recorrerían hasta sus aldeas natales: más de 1.500 kilómetros perseguidos por el hambre y la enfermedad, con el único anhelo de reencontrarse con aquellos a los que recordaban por amigos y familiares.

Pero, cuando alcanzaron la meta, sus deseos se dieron de bruces con la realidad. La hambruna crónica que asolaba Sudán del Sur golpeaba con fuerza y la gente no tenía qué llevarse a la boca. Así, alimentar a esa masa famélica procedente de Jartum era, cuanto menos, imposible.

“No teníamos dónde ir y, vagando de un sitio a otro, por fin nos asentamos en Kadula”, lamenta Helena Kual. La mujer aguarda en los exteriores de su vivienda. El escenario que se dibuja ante sus ojos no es el de un campo de refugiados al uso, en el que las chabolas se agolpan una junto a la otra; en Kadula, los chamizos salpican un vasto espacio cubierto por basura y desechos.

La acumulación de basura es uno de los problemas que afectan al campo de refugiados de Kadula. (G. ARALUCE)



El infierno de la estación seca
Los hijos de Helena llegan un par de horas más tarde con los bidones cargados de agua. Ríen y gastan bromas. La madre también sonríe, agradecida de que el pozo funcione un día más: “En la época de lluvias no hay problema de abastecimiento -explica la mujer-. Pero ahora, que es la estación seca, es fácil que los pozos también se sequen”. Si eso ocurre, la gente enferma; si enferman, mueren. Esa es la única ley que rige en Kadula. Además, ante la escasez de lluvias, los campos no tardan en secarse y agrietarse: es imposible plantar nada. “Por lo menos no nos mojamos por las noches”, se consuela la madre de los ocho niños, a la vez que señala el tejado de su chabola, compuesto por cuatro plásticos desgastados y una placa metálica.

James, el marido de Helena, bebe del agua que han traído sus hijos y enseguida se marcha. Su única ocupación pasa por recorrer las casas próximas y saludar a sus vecinos. “¿Cómo has dormido? ¿Cómo está tu familia? ¿Estáis todos bien?”, pregunta con insistencia. En un lugar como Kadula, estas cuestiones adquieren una trascendencia vital.

Mientras tanto, Helena se echa el peso de la familia a la espalda. Atiende las necesidades de los niños, que al cabo del rato se marchan, descalzos, a deambular por el campo de refugiados. Limpia la vivienda y las inmediaciones; hierve algo de agua y, con suerte, le echa un puñado de arroz.

Llega la hora de la comida -la única del día- y la familia se sienta alrededor de un plato grande que todos comparten. Casi siempre comen en silencio, respetando el turno establecido, como si de un ritual se tratase. Tras rebañar hasta el último grano de arroz, el marido se retira a un lugar tranquilo y sombrío para sobrellevar las horas de más calor. Los niños, en algarabía, se vuelven a marchar: en realidad, son hijos de la comunidad, que los protege y vigila durante toda la jornada.


Helena y James, con seis de sus ocho hijos. (G. ARALUCE)


El sueño de una madre
Helena sigue con la mirada a los pequeños. Suspira. “Mi sueño es que vayan a la escuela, pero es muy difícil”, reconoce con pesadumbre. Las estadísticas respaldan su afirmación: según UNICEF, tan sólo la mitad de los niños de Sudán del Sur están escolarizados. Pero las estadísticas no caben en un lugar como Kadula. Si en el resto del país muere una de cada siete mujeres en el parto, en este campo de refugiados sólo cabe una aproximación: “Muchas”, aseguran sus vecinos.

Por la tarde, Helena se reúne con algunas mujeres del campo de refugiados. A la sombra, charlan y ponen en común los últimos rumores que han escuchado: desde los cotilleos de la comunidad, hasta las últimas novedades sobre la guerra civil que asola el país y que enfrenta a las dos tribus mayoritarias: los nuer y los dinka. “Dicen que los nuer están llegando”, comenta una mujer. “Pues si es así, no sé dónde nos esconderemos”, responde Helena, apesadumbrada. 

Cae la noche y las familias regresan a sus casas. Los niños de Helena, mal alimentados, se tienden exhaustos sobre el suelo. La mujer extiende una estera sobre la que dormirá con James: “Al menos tengo a mi marido, que nos protege -susurra Helena-. Muchos de los hombres han muerto en la guerra, o se fueron y no volvieron. Tengo a toda mi familia junta en Kadula; no es el mejor lugar, pero no tenemos otro lugar al que ir”.




Reportaje publicado en El Confidencial.

miércoles, 4 de marzo de 2015

El niño y el buitre

Cuando el fotoperiodista Kevin Carter tomó la imagen de un niño desnutrido, al borde de la muerte y acechado por un buitre, Sudán del Sur atravesaba una de las peores hambrunas que ha conocido el hombre en los últimos siglos. Los más débiles –siempre niños, mujeres y gente mayor–, se recogían en sus propios huesos para esperar la inevitable visita de la muerte. Carter conmocionó al mundo con una instantánea que reflejaba el sufrimiento de millones de personas. Han pasado 21 años desde entonces y la situación actual no ha cambiado demasiado.


Petróleo de sangre: guerra en Sudán del Sur

El país más joven del mundo es, también, el más pobre. Durante cincuenta años mantuvo una guerra con sus vecinos del norte. Ahora, el conflicto es civil. Potencias como Estados Unidos y China pelean por el control de sus yacimientos de petróleo.

Durante cincuenta años, los habitantes de Sudán del Sur mantuvieron una guerra con sus vecinos del norte; ahora, el conflicto es civil. (G. ARALUCE)

El descubrimiento sorprendió a los habitantes de Rumbek, en la conflictiva región de Lakes. Dentro de aquellos doce camiones de la ONU, en los que se supone que se trasladaba una carga humanitaria para los desplazados de la guerra, encontraron armamento pesado. Ariane Quentier, portavoz del organismo internacional, se apresuró a disculpar lo sucedido: “Hubo un error en el etiquetado –apuntó–. El armamento, en verdad, pertenecía a un batallón de soldados ghaneses. Nosotros sólo queríamos llevar comida para los necesitados”.

Pero aquellas explicaciones no convencieron a las autoridades de Sudán del Sur, el país más pobre del mundo que, paradójicamente, sostiene su frágil economía en sus yacimientos de petróleo. “Hay muchos recursos, pero la gente sigue viviendo en la miseria”, lamenta Norbert Peter, periodista y director de la radio Good News. El sudor de sus manos refleja nerviosismo. En Sudán del Sur, desempeñar este oficio y hablar de ciertos temas puede tener consecuencias fatales; pero el reportero se sacude los nervios y denuncia: “Posiblemente, si no tuviésemos estos yacimientos, la gente viviría en paz desde hace mucho tiempo”.

La afirmación de Norbert remonta ese tiempo pasado hasta 1955, cuando los británicos abandonaron la colonia de Sudán. Desde entonces, se sucedieron los conflictos entre los musulmanes del norte y los animistas-cristianos del sur. En los primeros años –aunque no de forma oficial– los primeros esclavizaban a los segundos, más fuertes físicamente pero también más pobres y menos numerosos; después, el foco del conflicto se trasladó hacia los pozos de petróleo, muchos de ellos, en la actual frontera entre ambos países.

Sudán del Sur sostiene su frágil economía en sus yacimientos de petróleo. El 98% de sus ingresos proviene de su explotación(G. ARALUCE)


“Estados Unidos nos ayudó mucho en esta guerra –prosigue Norbert Peter, midiendo sus palabras para evitar problemas con las autoridades–. Nos dieron armas y apoyo. Seguramente esperaban que, al alcanzar la independencia, les concediésemos la explotación de los recursos petrolíferos”. 

El conflicto duró demasiado para una población civil a la que el hambre iba diezmando a ojos vistas. Se calcula que, entre 1955 y 2005, dos millones de habitantes del sur fueron asesinados, mientras que una masa enorme y famélica, compuesta por cuatro millones de personas, abandonaron sus viviendas ante los envites del conflicto. Por fin, en 2005 se firmó un acuerdo de paz y, en 2011, Sudán del Sur proclamó su independencia. Salva Kiir Mayardit, –líder del Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA) tras la muerte de su predecesor, John Garang, en un extraño accidente aéreo–, asumió la presidencia del país.

Las potencias extranjeras que intervinieron en el conflicto a favor de Sudán del Sur se frotaban las manos, creyendo que Salva Kiir les otorgaría la explotación de los yacimientos de petróleo. “¡Pero qué decepción se llevaron! –exclama Norbert, el director de la radio Good News–. Los americanos –en referencia a Estados Unidos– exigían una serie de cambios políticos y el cumplimiento de algunos derechos fundamentales. Por el contrario, China no pedía nada. Era mucho más cómodo irse con ellos”.

Dos antiguos generales del SPLA, Salva Kiir y Riek Machar, lideran a las dos tribus mayoritarias, los dinka y los nuer, enfrentadas en el actual conflicto civil(G. ARALUCE)

Estalla la guerra civil
El optimismo y la alegría desbordada por la recién adquirida independencia no tardaron en desmoronarse. A finales de 2013, el vicepresidente del Gobierno sursudanés, Riek Machar –también procedente del SPLA– anunció que se presentaría a los próximos comicios. Salva Kiir vendió este movimiento como un intento de golpe de Estado y desterró del parlamento a su contrincante político.

Los viejos fantasmas de la contienda resucitaron. Las dos tribus mayoritarias, nuer y dinka –a la que pertenecen Salva Kiir y Riek Machar, respectivamente– se enzarzaron en una guerra que se prolonga hasta nuestros días. Medio millón de personas conforman una comitiva que se desplaza insegura por el país: ancianos a los que les pesan los huesos, niños y mujeres famélicos, se refugian en las selvas o en los lugares en los que es más difícil la supervivencia. Allí, los soldados no los buscan. ¿Y los hombres? En el frente, entregándose a una lucha en la que, pese a los kalashnikov, los combates son cuerpo a cuerpo. 

Los escasos recursos de los que dispone el Gobierno están destinados a luchar contra los rebeldes de Riek Machar. En el país no existe ningún tipo de estructura ni de industria, por lo que el 98% de los ingresos provienen de la venta de crudo. Sin embargo, esta partida permaneció congelada durante casi dos años, entre 2011 y 2013: la única salida que ofrecen los oleoductos de Sudán del Sur es a través del Mar Rojo y, para alcanzar el mismo, hay que atravesar el territorio de Sudán; los conflictos diplomáticos entre ambos países, heredados de la reciente guerra de independencia, se tradujeron en el cierre de las refinerías y en la privación de ingresos para el Gobierno de Salva Kiir.

“Desde entonces, esa es la triste realidad que atraviesa nuestro país”, afirma Mayen Majok Angelt, político y miembro del Movimiento de Liberación del Pueblo, partido que ostenta el poder en Sudán del Sur. “Restablecimos los contactos con Jartum (Sudán), pero a un precio muy elevado –explica Majok–. Exportamos el petróleo a través de sus oleoductos, pero pagamos casi la mitad del importe del barril para completar esta transacción. Queremos abrir nuevas vías a través de Kenia, pero la guerra y la inseguridad lo impiden”. Traducido en cifras, esto supone un descenso desde los 500.000 barriles diarios que se exportaban en 2010 a los 150.000 de hoy en día.

Yacimiento de petróleo en Rumbek, una de las ciudades más inestables de Sudán del Sur(G. ARALUCE)

Mercado negro de armas
En los últimos años, la Unión Africana ha presionado a Salva Kiir y Riek Machar para que pongan fin a una guerra que desangra a un país demacrado por la pobreza y la miseria. Dichos encuentros se han producido hasta en siete ocasiones, pero los acuerdos firmados hoy se deshacen al día siguiente. 

El último de ellos se produjo, el 1 de febrero, en Addis Abeba. La comunidad internacional, incluida La Moncloa, aplaudió el pacto: “El Gobierno espera que el acuerdo firmado entre las partes se aplique en su integridad y conduzca a un alto el fuego efectivo y a un inicio de negociaciones sustantivas para una solución definitiva”, rezaba el comunicado emitido por el ejecutivo español.

Pero ese anhelo de una “solución definitiva” no tardó en evaporarse. El 11 de febrero, diez días más tarde de la firma del acuerdo, se recrudecieron los enfrentamientos en la ciudad de Bentiu, al norte del país. Aunque las primeras informaciones apuntaban al derribo de un avión oficial, el Gobierno aclaró que los rebeldes habían bombardeado varias estructuras gubernamentales del estado de Unity, donde están los yacimientos de petróleo más ricos. 

“El futuro de Sudán del Sur es duro”, reconoce Mayen Majok Angelt, desolado. “Nuestros aliados empiezan a cansarse del conflicto y amenazan con cortarnos el suministro de armas –prosigue–. Sin embargo, los rebeldes tienen cada vez armas más potentes. El suceso de Bentiu lo pone de manifiesto. Es imposible saber de dónde sacan el armamento, aunque lo más fácil es mirar quién sale beneficiado de este conflicto”.

Las acusaciones de Mayen se dirigen hacia el Gobierno de Jartum: la comunidad internacional sospecha que Sudán estaría armando a los rebeldes para azuzar el conflicto y, así, fomentar la dependencia de sus oleoductos y los consiguientes beneficios que ello le aporta. 

Otros, los más osados, señalan a Estados Unidos como agitador de los enfrentamientos, en un intento de revertir a su favor los acuerdos de explotación del petróleo, ahora en manos de China. “Y la ONU actúa como su brazo ejecutor –sentencia el periodista Norbert Peter–. Sólo de esa forma se puede entender el hallazgo, en Rumbek, de los doce camiones cargados de armas que atravesaban el país. El suceso es censurable por dos cuestiones: primero, por ocultar el armamento bajo el rótulo de ayuda humanitaria; segundo, por transgredir el principio de que la ONU sólo puede equiparse con armas de defensa y no de ataque, como las que había en aquellos vehículos. Sentimos que nos engañan y que juegan con nosotros”.

La estructura de Gobierno es tan débil que la ley la imponen los policías o los soldados de turno(G. ARALUCE)

Reportaje publicado en El Confidencial.